El mundo enfermo

El enfermo está en cama, rodeado por un grupo de médicos que han acudido a celebrar «una consulta,» pues el «caso» es grave. Basta mirar al paciente para ver que su cabeza representa a nuestro planeta que, en medio de sus accidentes geográficos, continentes y mares, tiene marcado un rostro congestionado por el dolor. El mundo está enfermo. Está gravemente enfermo. Sus males hacen gemir a la humanidad que lo habita; el odio, las guerras, el hambre, el desconcierto y el desequilibrio general no son sino manifestaciones del terrible mal que lo aqueja.

La descripción bíblica del estado moral de los hombres hecha por Isaías le cuadra perfectamente: «Desde la planta del pie hasta la cabeza, no hay en él cosa ilesa sino hinchazón y podrida llaga; no están curadas ni vendadas ni suavizadas con aceite.»

Los médicos que han acudido a esta singular consulta tienen nombres tan conocidos como acreditados a sus propios ojos. Son los doctores: Ciencia, Política, Religiosidad, Incredulidad e Indiferencia. A pesar de su nombre y quizá por esa misma razón, no consiguen ponerse de acuerdo y cada uno diagnostica una enfermedad y receta un remedio distinto. El enfermo sigue mal.

La Ciencia afirma que es un caso de ignorancia. Dice que la falta de cultura ha llevado al mundo al curanderismo y superstición, causas de todo mal. No hay duda que en parte tiene razón, pero, sin embargo, parece olvidar que, si bien es cierto que los conocimientos impartidos y las investigaciones realizadas han instruido considerablemente a la humanidad, están, en cambio, por matar al paciente, no tanto por la hinchazón de sus inflamados órganos producida por el orgullo, cuanto por el efecto mortífero de muchos de sus descubrimientos aplicados a la destrucción de los pueblos.

Jesús comparó a su generación a los chicos que juegan en las plazas, y ¿qué otra cosa que una generación de niños, y de niños caprichosos, parecería la nuestra? Se dice que el gran Newton llamó un día un carpintero y le pidió que hiciera en la puerta de un altillo un agujero para que pasara su gata mimada estando la puerta cerrada, ordenándole que hiciera ta1nbién un agujero más pequeño para el gatito. El carpintero hizo notar al distraído sabio que por el agujero por donde podía salir la gata podría salir también el gatito, provocando con ello la hilaridad del ilustre maestro. A esto es lo que se llama la gatera de Newton.

El hecho se repite; el mundo se jacta de estar en el siglo de las luces, y vive moral y espiritualn1ente a oscuras. Vive en el siglo de la ciencia y desconoce la ciencia del buen vivir, de la honestidad, de la felicidad, de la paz.

Se ha preocupado por aclarar muchos misterios, pero no ha sabido hallar a Dios que habla y se revela por medio de la naturaleza, de la conciencia y de la revelación. Ha inventado máquinas para multiplicar la producción, pero no puede conseguir que, a pesar de la sobreabundancia, las multitudes hallen trabajo y tengan qué comer. Ha descubierto, después de grandes esfuerzos, la causa de mil enfermedades y conseguido prolongar la vida por un lado, pero por otro ha inventado armas y gases para exterminar en pocos minutos a poblaciones enteras.

«Médico, cúrate a ti mismo,» merece que se le diga.

La Política, otro de los singulares médicos que ha acudido en auxilio del mundo enfermo, se halla desconcertado. Ha ensayado en los últimos tiempos las más variadas medicinas para levantar al mundo; medicinas políticas traídas muchas veces de los extremos del universo ideológico. A pesar de sus fracasos, sigue insistiendo en que una será la consecuencia de su receta política: dar la paz al paciente y afiebrado mundo. Para conseguir ese fin–¡método extraño!–le receta armas y más armas. Y he aquí al mundo pasando noches terribles de insomnio y pesadillas debido a la indigestión de municiones y de gases venenosos que ese facultativo le ha hecho ingerir.

El doctor Religiosidad no está de acuerdo con sus colegas y ciertamente, olvidando algunas drogas realmente vitales de que podría disponer, sigue deslumbrándolo con aparatosas ceremonias y ritos superfluos por medio de los cuales consigue adormecer, insensibilizándolo, al enfermo de tal manera que llega a «sentirse bien,» a pesar de que el mal sigue obrando y le corroe interiormente.

Incredulidad, un médico que por su porte denota altanería y suficiencia propia, al mismo tiempo que su levita descolorida y pasada de moda pone al descubierto la anticuada de sus métodos terapéuticos, reacciona bruscamente y con gestos teatrales ante las ideas de Religiosidad y termina por ordenar estupefacientes que le hacen vivir en un engañoso y placentero delirio, que lejos de curar el mal, lo empeoran con su acción negativa.

Completa el círculo el profesor Indiferencia, que mira de reojo a sus colegas y con una sonrisa burlona al enfermo. Encogiéndose de hombros opina que no vale la pena recetar nada, ni ocuparse del caso. No tarda en despedirse con una sonrisa amable para irse de pic-nic con sus amigos pues, al fin y al cabo, lo mismo da que haya o no haya dicha y bienestar común, que el enfermo se sane o se muera.

Y el mundo sigue enfermo, al parecer sin esperanzas. Sin embargo, queda una voz autorizada que no ha sido oída por el mundo; es la voz del Médico por excelencia, la voz de Jesús y de su evangelio. Si los hombres escucharan a Jesús y aplicaran a sus vidas el remedio por El propuesto, y extendieran luego a las naciones el mismo método curativo, el mal desaparecería. Hay esperanza, hay vida, pero es necesario comenzar por un diagnóstico acertado.

El diagnóstico del evangelio es muy distinto a los anteriores: el mal del mundo es más que todo en su base un mal moral y espiritual. Tiene infinitas consecuencias sociales, políticas y económicas, pero en el mal del mundo está el mal de los hombres. La raíz del mal está en el corazón, ¡en el corazón de cada hombre! «Del corazón salen»–afirmó Jesús–«los malos pensamientos, hurtos, falsos testimonios, blasfemias.» El vicio, el pecado en todas sus formas, arruinan al hombre y le privan del vigor y de la salud interior que produce la paz y la felicidad. El pecado aleja a los hombres entre sí y los aleja de Dios. Jesús dijo: «Los sanos no tienen necesidad de médico sino los enfermos, andad pues y aprended qué cosa es, misericordia quiero y no sacrificio, porque no he venido a buscar justos sino pecadores al arrepentimiento.» He aquí el médico divino enseñando el camino de la salvación. Hay un medio de conseguirla y es arrepintiéndose, volviendo a Dios, aceptando su inmenso amor y comenzando luego por su gracia a vivir consecuentemente. Él es el Médico y Salvador. El vino a buscar justamente a los enfermos espirituales, a los pecadores, pero a los pecadores, dispuestos a cambiar, «a arrepentimiento.»

La tranquilidad en el corazón y en el hogar y el poder para vencer el mal, se halla en Cristo y en su evangelio, porque «es el poder de Dios para dar salvación a todo aquel que cree.» Por eso:

Si enfermo te sientes morir,
Él será tu doctor celestial,
Y hallarás en su sangre también,
Medicina que cure tu mal.

Puerto Rico Evangélico, 1940

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