«Dijo el necio en su corazón: No hay Dios». Salmo 14:1. «Los cielos cuentan la gloria de Dios…» Salmo 19:1. «Tú oyes la oración… Salmo 65:2. El que plantó el oído, ¿no oirá?… Salmo 94:9. Porque en Él vivimos, y nos movemos, y somos… Hechos 17:28.
Tres palabras parecidas, pero que representan tres conceptos distintos y opuestos acerca del origen y la marcha del mundo.
El ateísmo niega la existencia de Dios. El deísmo la reconoce, pero lo separa del mundo o de la humanidad. Y el teísmo lo proclama como creador, gobernador y perfeccionador del universo.
La fórmula del ateísmo es: el mundo existe sin Dios; la del deísmo: el mundo existe y Dios también, pero Dios no interviene en el mundo, y la del deísmo: Dios es superior al mundo y al mismo tiempo está en el mundo.
He aquí cómo el ateo concibe al mundo: Es como una locomotora de complicado engranaje que se mueve regularmente, a lo largo de bien nivelados railes, deteniéndose, a intervalos fijos, en las distintas estaciones de tránsito para dejar y recoger pasajeros y carga; y así la locomotora va y viene con regularidad y seguridad admirables. La locomotora se provee del combustible que necesita, toca oportunamente el pito en los momentos y sitios peligrosos, se lubrifica y repara. ¡Y todo ella misma! Ella sola se hizo y sola se gobierna también.
El concepto del deísta es casi igual: La diferencia consiste, para él, en que un ingeniero muy previsor fabricó, con tal sabiduría, la locomotora, que ésta misma, obedeciendo al plan inalterable del extraordinario mecánico, se mueve, se engrasa y se arregla por sí sola. La máquina marcha, pero el maquinista está ausente; ya no lo necesita, ni él se interesa más por ella.
Dios hizo el mundo, y desde entonces está entregado a un reposo nirvánico o a una indiferencia olímpica. Es tan grande que no puede o debe ocuparse de sus pobres criaturas. Para el deísta la oración es un acto completamente inútil, pues Dios no la oye, y si la oye, no la contesta. El ilustre científico alemán, Einstein, el autor de la teoría de la relatividad, dijo a un rabino: «Creo en el Dios de Spinosa, quien se revela en la armonía ordenada de lo que existe; no en un Dios que se ocupa de los destinos y las acciones de los seres humanos». Gracias a Dios, que Él no es el Dios de Spinosa ni el Dios de Einstein, porque Él es el Dios de la humanidad y el Dios que Cristo reveló.
Y para el teísta, la locomotora ha tenido un mecánico que la ha hecho, la cuida y la perfecciona. Fue antes que ella, está sobre ella y está dentro de ella.
El teísta cree en un Dios creador, transcendental e inmanente.
Si el mundo es un jardín, Dios es el jardinero que no descuida jamás insignificante flor. «Y si la hierba del campo que hoy es, y mañana es echada en el horno, Dios la viste así…» Mateo 6:30.
Si el mundo es un barco, Dios es el capitán que le ha trazado el rumbo, que gobierna la tripulación, que atiende a los pasajeros y que no abandona la nave ni ante el furor de las llamas ni ante el ímpetu de la tempestad.
Y si el mundo es una casa (Juan 14:2), no sólo Él es el sabio arquitecto que la hizo, sino ante todo, el Padre amoroso de la familia que en ella mora.
El que nos dio oído, nos oye. Oremos, pues, que nuestra plegaria no será en vano.
El que nos concedió la lengua, nos habla. Leamos su Palabra.
El que nos dotó de un corazón sensible al dolor y a la alegría, nos ama «de tal manera, que dio a su Unigénito, para que todo aquel que en Él crea, no se pierda, mas tenga vida eterna».
Este vasto mundo es algo más que una máquina sabiamente hecha y sabiamente dirigida; es una familia regida por la ley suprema del amor, que es la esencia del Dios a quien Cristo, «la misma imagen de su substancia», nos enseñó a orar, diciendo filial y confiadamente: «Padre nuestro, que estás en los cielos…»
España Evangélica, 1939