La gloria del ministerio evangélico

El ministro del Evangelio es el sucesor del profeta de Dios. El Señor siempre ha necesitado un medio para dar su mensaje al mundo y este medio han sido los hombres que Él llama a su obra. Para que el hombre sea un verdadero mensajero de Dios debe ser llamado y preparado por Dios mismo. Los hombres, los seminarios, pueden hacer un sacerdote, sólo hay que educarlo, disciplinarlo y ya está hecho, pero nadie puede hacer un profeta o un verdadero ministro del Evangelio. Sólo Dios puede hacerlo.

El mundo generalmente no puede apreciar la gran obra del ministerio evangélico. Puede apreciar las demás profesiones que son del mundo. El ministerio no es profesión mundana. «Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo». «Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo» —dijo nuestro amado Salvador.

En aquellos países como Inglaterra, Estados Unidos, Suiza, Holanda, Alemania, donde el ministerio evangélico ha sido conocido por mucho tiempo y juzgado por sus frutos a través de los siglos y de las generaciones, se aprecia el gran valor espiritual y social del ministerio evangélico. En estos países latinoamericanos la personalidad y obra del ministro evangélico van siendo lentamente reconocidos, por ser el ministro evangélico una personalidad relativamente nueva en la organización social de estos pueblos, y por ser su obra la más combatida por los defensores de la inmoralidad y por la iglesia católica romana.

Hablando especialmente de Puerto Rico; al empezar la obra evangélica en este país, rápidamente se extendieron los campos de trabajo y las oportunidades para llevar la obra adelante. Los misioneros continentales que establecieron la obra viéronse obligados a llamar al trabajo evangélico a un grupo de hermanos humildes y de escasa instrucción; aprovechando los enemigos del Evangelio esta circunstancia para levantar el desprecio y el ridículo contra el ministerio evangélico portorriqueño. El diablo siempre ha obrado así. Pero el tiempo ha transcurrido. De aquellos humildes hermanos llamados al principio, los que han sido fieles, han seguido estudiando y demostrando al país, con sus vidas consagradas al Señor, la gran virtud del Evangelio en el corazón del hombre que sinceramente lo recibe. Así han ido ganando el respeto «y la confianza de los pueblos. Otros, entrando después al ministerio con mejor preparación y sincera consagración, han ido unos y otros vindicando el prestigio del ministerio evangélico en Puerto Rico, y ya podemos decir que nuestro ministerio en la isla empieza a ser reconocido y respetado según el valor que tiene en sí. Es verdad que hay pseudos ministros de sectas poco juiciosas al emplearlos, pero los yerbateros y los doctores en ciencias ocultas nunca afectarán el prestigio y la obra de los verdaderos médicos.

En esta sencilla conferencia trataremos nuestro tema, LA GLORIA DEL MINISTERIO, bajo tres aspectos: La gloria del ministerio en el LLAMAMIENTO AL MINISTERIO, en los PELIGROS DEL MINISTERIO y en LA GLORIA DEL MINISTERIO en sí.

I. EL LLAMAMIENTO AL MINISTERIO

Todo joven que desea tener éxito en la vida al llegar el tiempo de elegir su profesión o trabajo se inclinará hacia aquella a que se sienta más llamado. Las profesiones llaman a los hombres que tienen capacidades naturales para ellas y les ofrecen sus riquezas de oportunidades y de triunfos. «La sabiduría clama de afuera, da su voz en las plazas». Pero el supremo llamamiento es el que Dios hace al hombre para dedicarlo a su obra. Debemos tener presente que a veces los llamamientos de los hombres no son los llamamientos de Dios. El hecho de que en una iglesia haya un hermano consagrado, inteligente y útil no quiere decir esto que su llamamiento sea el ministerio. Puede ser que este mismo hermano pueda realizar una obra mejor, para la gloria de Dios, como laico, cooperando con su iglesia, que en la obra como ministro. No es una indicación de llamamiento al ministerio el hecho de que un hermano no encuentre otro trabajo que hacer y por no tener trabajo donde poder ganarse la vida quiera entrar al ministerio. En la Biblia no tenemos ni un sólo caso en que Dios llamase a un hombre a su obra porque éste no tuviese otra cosa que hacer. Al contrario, vemos al Señor siempre llamando a hombres que estaban ocupados en otras labores, y a veces en trabajos muy remunerativos en el sentido económico. Tampoco el simple hecho de que un joven algo listo y bien parecido se una a la iglesia evangélica, quiere decir que es llamado al ministerio. En seguida lo mandamos al seminario esperando que el seminario lo pase por su máquina y nos fabrique y nos devuelva un ministro. El seminario nos hará la casa con la madera que nosotros le mandemos. No puede hacer otra cosa. El seminario es una institución para preparar para el ministerio a jóvenes convertidos y consagrados, pero el seminario no puede hacer un ministro consagrado de un joven que no siente en su alma el llamamiento de Dios para su obra. El Seminario prepara jóvenes que son ministros antes de entrar en él. Los instrumentos que Dios ha de usar se deben seleccionar con cuidado.

Al elegir su profesión en la vida, generalmente, el hombre tendrá delante de sí tres puntos de vista: el dinero que puede ganar —lo que le representará comodidades en la vida; la representación que tendrá en el mundo— lo que le dará gloria humana; la utilidad que podrá prestar en el mundo —lo que demandará de él abnegación y sacrificio. Las dos primeras orientaciones casi siempre van juntas. El que verdaderamente se siente llamado al ministerio caerá de lleno en la tercera orientación. Aquí es donde podemos probar nuestro llamamiento al ministerio: ¿Cuál es la ambición dominante de mi vida, dinero con sus comodidades, representación humana con su gloria mundana o utilidad y servicio con su espíritu de sacrificio propio y de abnegación cristiana?

Juzgando por el gran número de jóvenes puertorriqueños que todos los años entran en las universidades americanas a estudiar medicina, esta profesión es quizás la más apreciada en Puerto Rico. En realidad la medicina es una gran profesión cuando no se hace de ella un instrumento de maldad y de egoísmo, como sucede en algunos casos. Yo creo que uno de los cuerpos profesionales que dan gloria y mérito a Puerto Rico es nuestro brillante y capacitado cuerpo de médicos puertorriqueños. Sin embargo, la misma profesión médica en sus maravillosos adelantos modernos debe mucho al ministerio evangélico que ha inspirado la iniciativa del establecimiento de muchas universidades donde nuestros médicos se han educado y se educan constantemente. En el campo del trabajo, la misión del médico se limita a una obra física, a curar nuestros cuerpos para ayudarles a estar más tiempo en este mundo, pero siempre llega el día en que la ciencia médica no podrá impedir que se vayan. La obra del ministro es traer las almas a Cristo para que reciban la eterna salud espiritual y laborar en la evolución espiritual de la humanidad que es el alma del mundo. La profesión que sigue es la abogacía. El verdadero abogado es el ministro de la ley de un pueblo, aunque esta ley es puramente humana y a veces defectuosa. El ministerio legal del abogado, aunque realizado dentro de la más estricta honradez no puede compararse con el ministerio de la eterna y gloriosa ley de Dios en el Evangelio, aunque éste sea económicamente menos remunerado. El militar se prepara para defender a su patria en tiempos de guerra, el ministro evangélico la defiende en todo tiempo, sembrando en el corazón de sus conciudadanos la semilla del deber cristiano y del patriotismo consciente de la fe evangélica. El maestro desarrolla la mente de sus alumnos, el ministro cultiva el corazón, y en la vida el corazón es quien manda. El hombre llamado por Dios verá siempre en el ministerio evangélico una gran superioridad sobre las demás profesiones. El gran predicador bautista y profesor de Homilética, americano, Dr. Juan A. Broadus tenía el propósito de ser médico y para ello se preparaba en la universidad. Oyó un sermón al Rev. A. M. Poindexter sobre la «Parábola de los Talentos» y quedó tan grabado este sermón en su alma, que le rompió sus planes y le colocó en el ministerio. Se cree que el mejor servicio prestado por el Dr. Poindexter a la obra de Cristo fue la predicación de este sermón. El joven filipino Francisco Sobrepeña vino hace poco a los E. U. con el fin de prepararse para abogado. Es un joven cristiano y dotado de gran talento. En un certamen de oratoria en inglés, al que asistieron todas las universidades del estado de Wisconsin, Francisco Sobrepeña, representando a su universidad, obtuvo el primer premio. Al recibir su título de B. A. sintió en su alma la ambición de ser lo más útil posible a su pueblo amado. Entonces pensó que en su país hay muchos abogados, que en su país hay muchos médicos, muchos ingenieros, etc., pero pocos ministros evangélicos. Llegó a la conclusión de que la necesidad mayor de su patria es de ministros evangélicos para formar el alma evangélica de aquel país, que es lo que salvará a las Filipinas. Y al ministerio evangélico consagró su vida aquel joven de esclarecido cerebro y de gran corazón. Actualmente está preparándose en un seminario de la iglesia Hermanos Unidos para luego volver a su patria a predicar el Evangelio. ¿No es éste un ejemplo inspirador? A veces no podemos ver la importancia y grandeza del ministerio evangélico porque miramos demasiado a nuestras personitas.

¿Cuál es la evidencia del llamamiento al ministerio? El Dr. Jowett dice: «Afirmaré mi convicción profunda de que en todo genuino llamamiento al ministerio hay un sentimiento de iniciativa divina, una solemne comunicación de voluntad divina, un misterioso sentimiento de comisión, que aunque deja al hombre en la alternativa le coloca en el camino de su vocación para llevar la embajada como siervo y embajador del Dios eterno». «¿Qué debemos entender por un llamamiento a la predicación? ¿Es un impulso irresistible de lo alto, una voz clara que da direcciones implícitas, una opinión de la iglesia, un fuero deseo de parte del hombre mismo o una firme convicción de haber hallado el camino de la obediencia a la voluntad de Dios para el mejor empleo de la vida de un hombre? El llamamiento a la predicación puede consistir en cualquiera de estas cosas o en todas juntas. Como la gracia de la conversión, el llamamiento a la predicación no es hecho a dos hombres de la misma forma. Algunos han menester el resplandor que ciega, otros solamente la voz apacible y delicada y hay quienes sienten tanta ansiedad por recibir tal misión, que no necesitan más que lo que podemos llamar «un sentimiento de permiso», para lanzarse llenos de santo fuego a la sublime tarea. De alguna manera Dios hace conocer su voluntad al hombre llamado y en adelante un sólo camino le queda en el que pueda encontrar satisfacción y éxito para su vida. Pero para que este hombre tenga éxito como pastor, es condición indispensable y de suprema importancia, que sienta con fuerza esta divina vocación, es decir, que esté persuadido de que Dios le necesita y le ha elegido para ocupar un puesto en el ministerio. Cuando un hombre trata de predicar sin tener esa convicción se produce una nota discordante en el concierto del pastorado. Ese hombre puede hacer mucho ruido, producir un éxito aparente y por algún tiempo marchará bien, pero si Dios no le ha llamado para Su obra, no conseguirá adelanto verdadero. La convicción de haber sido enviado por Dios para desempeñar una gran misión, comunica al hombre las necesarias energías para sufrir dolores, trabajos, pruebas, perplejidades, ansiedades y experiencias de toda especie. Si el hombre se ha enviado a sí mismo, sencillamente ocurrirá que se cansará de la tarea y, sin pena, la abandonará. Pero si ha sido enviado por Dios, cambia radicalmente el asunto, y no habrá trabajo, por penoso que sea, que no se encuentre capaz de soportar, por amor de Aquel de Quien es y a Quien sirve. Sólo un hombre lleno de Dios puede asumir misión tan sublime de ser portador del mensaje evangélico».

«La evidencia del llamamiento al ministerio, dice el obispo Miller, está contenida en tres factores: (1) Existe la íntima convicción del hombre mismo. Esta puede venir repentinamente o durante una serie de años, pero en alguna manera debe, al fin y al cabo, aparecer, si el hombre ha de ser ministro de Dios en verdad. A veces pasamos años en la obra antes de llegar a «hacer firme nuestra vocación». (2) Si es llamado por Dios un hombre, hallará la confirmación del llamamiento en la convicción que tengan sus amigos de que debe dar su vida al ministerio. (3) Hay además una prueba decisiva en los propios esfuerzos del hombre para responder al llamamiento. Si Dios le llama no le faltarán algunas demostraciones de que Dios le está utilizando y esto le será manifestado por medio de los resultados que su predicación produce. ¿Son los creyentes edificados? ¿Se convierten los pecadores? ¿Es la iglesia bien dirigida?»

Los tres asuntos que ha de tener bien resueltos en su mente y en su corazón todo ministro evangélico en la actualidad son: 1 — La «Convicción de su propio llamamiento al ministerio; 2 — La Realidad de su Fe en el poder redentor de Dios, y 3 — Su Valor individual para mantener ante el mundo la realidad de este principio de redención, frente a cualquier exigencia de la vida moderna.

II. LOS PELIGROS DEL MINISTERIO

El ministro halla grandes peligros en su obra. Saberlo y conocerlos hasta donde nos sea posible es muy útil. Samuel Johnson decía: «Yo no envidio la vida de un ministro porque me parezca fácil, ni envidio a un ministro que haga fácil su vida».

Ligeramente señalaremos algunos de estos peligros. La falta de visión en nuestra obra es uno de nuestros grandes peligros. ¿Hasta dónde llega nuestra visión en la obra que hacemos? ¿Limitase ésta a tener la iglesia llena en algunas ocasiones? ¿Qué será nuestra iglesia dentro de diez años? ¿Hemos pensado en esto? Los comerciantes en sus negocios, a veces nos dan provechosas lecciones de fe y de visión. El valor en el ministerio viene de una visión clara de Cristo y de la gran necesidad que el mundo tiene de Él. «Dios no nos ha dado el espíritu de temor sino el de fortaleza.» Muchas veces estamos como el sirviente de Elías en Dotán, mirando sólo el ejército del enemigo. Necesitamos pedir al Señor que abra nuestros ojos para que veamos también el ejército de los poderes de Dios para defender y llevar adelante nuestra causa. Es muy triste la vida de un ministro que sólo ve dificultades ante sí. Necesitamos la visión del poder de Cristo en medio de la batalla: La visión constante que Pablo mantuvo en su alma. El profeta de antes como el predicador de hoy, debe ser el hombre de una visión más amplia que el pueblo que le rodea, y también debe ser el hombre que busca traer al pueblo a su propio plano superior de visión personal. El predicador debe ser capaz de ver la vida en un todo no en una fracción o sección. Es una gran parte de la obra del ministro ayudar a la gente a ver las cosas como son, a limpiar las telarañas y el polvo que ponen en la visión del alma las luchas de la vida: a traer a los hombres a una verdadera y correcta visión de la vida.

Otro peligro es la falta de fe. Fe en nuestro ministerio. Fe en la obra que realizamos. Ningún hombre trabajó en medio de mayores dificultades que Pablo y su fe en el triunfo de su obra es una de las notas más vibrantes de su ministerio. «Así que yo de esta manera corro, no como a cosa incierta, de esta manera peleo no como quien hiere al aire». Esta es la bandera que, sobre la cruz de Cristo, Pablo tremola en todas sus campañas. Nuestro ««entusiasmo personal podrá tener sus épocas de ascensos y de decadencias. La Biblia nos enseña que los hombres de Dios, en todos los tiempos, han tenido nuestras experiencias. Nuestro entusiasmo espiritual, como el barómetro, sube y baja. Si el fuego de la fe prevalece en nuestro corazón, aunque el barómetro del entusiasmo baje, pronto volverá a subir. Cuando no hay fe en el corazón del ministro, puede bajar tanto el barómetro que venga un enfriamiento espiritual, y entonces no producirán efecto ni las saludables inyecciones de avivamiento que recibimos en estas conferencias.

También a veces constituye un peligro quitar la mirada de Cristo y de nuestra obra, para colocarla en el mundo, deseando sus comodidades y sus glorias temporales. Moisés «escogió antes ser afligido con el pueblo de Dios que gozar de comodidades temporales de pecado. Teniendo por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios, porque miraba la remuneración». Podemos caer en la debilidad de tomar como ejemplos y modelos para imitar a hombres mundanos, por el simple hecho de que éstos disfruten una vida de comodidades humanas y gocen de ciertos prestigios humanos, olvidándonos que esas comodidades y glorias mundanas que nos seducen llevan en sus entrañas los gérmenes de la miseria espiritual y de la muerte. Con razón dijo el apóstol Juan: «No miréis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo, la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida, no es del Padre, es del mundo. Y el mundo pasa y su concupiscencia, mas el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre». Conozco curas de la iglesia católica romana que son hombres bien instruidos y por nada de este mundo dejarían el ministerio de su iglesia, a veces sufriendo entre dificultades y sacrificios. ¿Hemos de permitir nosotros que un cura católico romano tenga más consagración a su obra, llena de errores, que nosotros a la nuestra, proclamando el genuino mensaje de salvación por Cristo? «Cuando un hombre ha visto y oído lo invisible e indecible, y vive constantemente en la presencia consciente de Cristo, su vida no puede ya consistir en el materialismo grosero, pensando en conseguir el más agradable trabajo ni en ambicionar la tarea menos difícil. El hombre cuyo corazón está en la obra del Señor se eleva firmemente a través de los años con una certeza creciente de valores eternos. Viviendo una vida de experiencias conscientes y teniendo a Cristo como guía en su vida, lo tiene todo».

Algunos ministros evangélicos pierden su entusiasmo y su fe en su ministerio oyendo las opiniones y consejos de personas mundanas que no tienden una idea de lo que es y representa el ministerio. Pablo creía al mundo, a la iglesia y a él mismo incapaces de juzgar la obra del ministerio y por eso decía: «Mas se requiere en los dispensadores, o ministros, que cada uno sea hallado fiel. Yo en muy poco tengo el ser juzgado de vosotros, la iglesia en Corinto, o de juicio humano, y ni aún yo me juzgo. Mas el que me juzga es el Señor».

Uno de los problemas que económicamente preocupan al ministro evangélico es la educación de nuestros hijos. Yo tengo la firme resolución, con la gran ayuda del Señor, de morir en el ministerio y la confianza absoluta de que todos mis hijos recibirán una educación mejor que la que yo recibí. ¿Quién puede decir lo que vale y representa en la educación de nuestros hijos la influencia de un hogar puramente evangélico? En ninguna otra profesión podrá el hombre mantener en su hogar el ambiente que mantendrá siendo un verdadero ministro del Evangelio. Los ministros del Evangelio han sido siempre los mejores amigos de la buena educación. Por iniciativa e influencia de ellos y de sus iglesias se han establecido la mayor parte de las hoy famosas universidades en los E. U. e Inglaterra. Y lo admirable del caso es que los ministros en Europa y América, ganando pequeños salarios, han educado mejor a sus hijos que la mayoría de los hombres en otras profesiones lucrativas. Un ministro congregacional que llegó hace poco a Puerto Rico hablando con un querido compañero nuestro que venía en el mismo vapor, le dijo que tiene ocho hijos, todos graduados de colegio. Uno de ellos es catedrático de la Universidad de Puerto Rico. Yo no sé de otro caso semejante a éste en nuestra isla ni aún entre nuestros hombres más acomodados. Y todo eso se ha realizado percibiendo el humilde salario de un pastor. Debemos abrir nuestros ojos, tener más fe en el Señor que nos ha puesto en su obra, y tener también más cuidado, que el diablo no tome como arma de combate la educación de nuestros hijos, para llenarnos el corazón de preocupaciones humanas, y arrancarnos del ministerio que el Señor nos ha encomendado.

Otro peligro del ministerio es la falta de virilidad. El ministro del Evangelio tiene que atender a cuestiones pequeñas entre los miembros de su congregación. Hay que hacerlo porque estos asuntos pequeños descuidados pueden traer grandes perjuicios a la iglesia, y el ministro tratando estas pequeñeces está en el peligro de caer en la debilidad de hacerse pequeño en su mente y en su corazón. Como dijo John Hall: «El ministro, debe ser un hombre vivo, un hombre real, un hombre verdadero, un hombre sencillo; grande en amor, grande en su vida, grande en su trabajo y grande en su simplicidad». «El ministerio cristiano es la ocupación más varonil, la más heroica de las profesiones del mundo. No es cosa por cierto para pequeños sino para hombres de alma grande». El consejo de Phillips Brooks a los ministros es: «Sed vitales, sed vivos no muertos. Haced todo lo que os conserve en plena vitalidad. Aun la vitalidad física no temáis cultivarla. Orad y trabajad por plenitud de vida sobre todas las cosas. Sangre completamente roja en el cuerpo, completa honestidad y verdad en la mente y la plenitud de un amor agradecido al Salvador en el corazón. Entonces, aunque los hombres indiquen señales de fracaso en vuestro ministerio, debéis triunfar».

También constituye un peligro para el predicador la tendencia al profesionalismo oficial en el trabajo. Dice el Dr. Jowett: «Un hombre puede pasar la vida ayudando a otros a ir al cielo y él mismo perder el camino. Podemos tratar mucho con la religión y llegar a no ser religiosos. Podemos llegar a ser meros postes en el camino de los pecadores, cuando el Señor nos manda a ser guías. Podemos indicar el camino y no estar nosotros en él. Podemos llegar a ser profesores y no peregrinos. Nuestro cuarto de estudio puede llegar a ser un taller y no un aposento alto.» Podemos llegar a creer que nuestro ministerio se limita a satisfacer las demandas oficiales de la misión o iglesia que nos emplea. Pero debemos entender que «la predicación del Evangelio requiere inmensa pasión sagrada y si la echamos de menos en nuestro ministerio, sintiéndonos rodeados de formalismo y de rutina, urge que con toda diligencia y oración nos postremos ante el Señor hasta que podamos volver renovados y ardientes a la congregación como personas que han visto al Rey y pueden relatar lo que han visto, sentido y escuchado». Dice el Dr. Neal: «Es lo peor y completamente sin utilidad y sin provecho que un hombre suba al pulpito sin tener un mensaje para expresar, un mensaje definido y determinado, un Evangelio. La forma del sermón, los métodos de su tratamiento, introducción, ilustraciones, aplicación, son cosas de importancia y sin duda la homilética es una ciencia y un arte, pero lo fundamentalmente esencial es que el predicador tenga un mensaje, un mensaje que valga la pena de decirse, un mensaje que debe ser dicho. Lo principal en la predicación es saber dónde va usted y mantener su corazón en el propósito determinado.» La predicación del Evangelio es la verdad más la personalidad del predicador— «La Palabra se hizo carne» es todo el secreto de la obra redentora del Maestro. Es lo que hizo comprensible al mundo el amor y la ternura del Padre —La Verdad hecha hombre— ahí está el secreto del predicador y ahí también su necesidad.

También podemos caer en el peligro de huir de los sacrificios por la obra. Pablo decía: «No estimo mi vida preciosa a mí mismo, con tal que acabe mi carrera con gozo y el ministerio que recibí del Señor Jesús.» ¡Qué miseria cuando un predicador procura lo más fácil, cuando no está dispuesto al sacrificio necesario para ser hombre cabal en el mayor de los encargos de Dios para con el hombre, la predicación del Evangelio! El espíritu de sacrificio por nuestra obra es la mejor demostración que podemos dar al mundo del valor del Evangelio que predicamos. Las buenas palabras sin las buenas obras nos quitan poder, pero el espíritu de sacrificio por amor de Cristo nos hace invencibles y poderosos en nuestras flaquezas y angustias.

Nos alienta el hecho de que los grandes hombres del ministerio han sufrido también nuestras limitaciones y dificultades. Marcos Dods escribía en su diario el 8 de marzo de 1860: «No pasa un día sin una fuerte tentación de dejar este trabajo. Esta tentación se me presenta sobre la base de que yo no soy dotado para el ministerio. Escribir sermones es casi siempre el trabajo más difícil para mí. Visitar me es terrible. A veces me paro ante una puerta, incapacitado para tocar el timbre o llamar y a veces me voy sin llamar. Una pequeñez de espíritu que me cuesta mucho trabajo sacudir es la causa de esto. Apodérase de mí una gran duda si no sería mejor para mí y para los demás el que yo buscase otro trabajo que hacer en seguida. Sin embargo, lo que me hace seguir adelante es esto: que cuando estoy en mejores condiciones espirituales estas inclinaciones a dejar la obra huyen de mí y llego a temer que el motivo de no hallar más gozo en mi trabajo pueda depender de que mi habitual estado no sea lo suficientemente espiritual». ¿No vemos algunos de nosotros nuestro retrato en este sincero testimonio? También la experiencia de Ezequiel cuando decía: «Levantóme pues el espíritu y me tomó y fui en amargura, en la indignación de mi espíritu, mas la mano de Jehová era fuerte sobre mí.» Este hombre, Marcos Dods, que luchó algunos años con sus limitaciones humanas y sus incapacidades espirituales, llego a ser el principal de la gran institución New College y uno de los más eminentes maestros bíblicos y predicadores de su país y de su época. No hay duda, «después de la batalla Dios nos coronará.»

III. LA GLORIA DEL MINISTERIO

En cada profesión el hombre halla su llamamiento, sus peligros y su gloria peculiar. Conocer y sentir la gloria del ministerio evangélico es recibir nuevos alientos y ampliar nuestra visión como obreros del Señor. La gloria del ministerio evangélico no depende de las exterioridades que nos rodean ni de atractivos personales en nosotros mismos; depende de la condición de nuestros corazones. Para entender lo que es la verdadera gloria del ministerio evangélico tenemos que mirar a la Biblia y la Historia y de estas dos fuentes sacar nuestras conclusiones. No depende la gloria del ministerio de dirigir una iglesia grande, ni de predicar en un templo suntuoso. No consiste en la popularidad del predicador. La verdadera popularidad la da Dios y casi siempre la que el hombre se busca es temporal. No la forman las comodidades materiales. A muchos predicadores notables, sus vidas incómodas y humildes les han servido de escalón para subir a un nivel de verdadera grandeza ante el mundo; y a veces un predicador humilde, viviendo en la montaña, rodeado de incomodidades y de limitaciones, pero con el corazón lleno de la gloria y el gozo del Espíritu Santo puede alumbrar y animar el corazón sombrío, pesimista y desalentado del predicador de la ciudad que vive rodeado de las mejores comodidades de la vida moderna. No depende de las capacidades intelectuales ni de los títulos universitarios, aunque el Señor usa con éxito las capacidades y los títulos cuando éstos son colocados humilde y sinceramente a su servicio. Cada uno usando consagrada y sinceramente el don que el Señor le haya dado tiene su gloria peculiar en la obra del Señor. No depende de ser un buen orador. Hay muchos buenos oradores que no son buenos ministros y muchos buenos ministros que no son oradores. Es el hombre que siente lo infinito aquel cuyo mensaje produce poderosas transformaciones en los hombres. El que habla desde la presencia de Dios, que ha sido caldeado en el fuego del altar eterno y que viene desde el trono blanco de su gloria trayendo una comisión y un mensaje de él con los que pulsará la cuerda que vibra en poderosas vibraciones de poder. No depende tampoco de atractivos físicos. Una de las censuras que los enemigos de Pablo le hacían era su oratoria pobre y su aspecto físico poco atractivo. El mismo escribía: «Porque a la verdad, dicen, las cartas son graves y fuertes, mas la presencia corporal flaca y la palabra menospreciable». Dice un célebre pastor: «Si las personas después de oír un sermón se van diciendo —fue un gran sermón o ¡qué gran predicador es!— ello indicará que el sermón no ha sido ideal. Han visto más al hombre que al mensaje. Es un signo mucho mejor cuando el pueblo se va sin decir nada acerca del predicador, pero en cambio lleva un corazón inquieto por lo que ha oído y por las cosas que ha lucho y va ansioso por alcanzar mayores alturas e ideales espirituales. Cuando las gentes escuchaban a Demóstenes no se iban diciendo —»Ha pronunciado un gran discurso»— sino que exclamaban —»¡Marchemos contra Felipe!»— Será la verdadera gloria de nuestra predicación que cuando nuestro pueblo después de oírnos, sin mencionarnos, vaya diciendo «Marchemos contra el pecado y contra Satán».

La gloria del ministerio evangélico consiste en ser un instrumento de Dios para hacer su obra en el mundo y en poder hacer esta obra con fe, consagración y gozo: Ser sucesor de los profetas, apóstoles y de los grandes predicadores y misioneros de todos los tiempos. ¿Hemos pensado en esto? Los grandes predicadores de nuestra época cuyos sermones ya no sólo, llenan sus amplios templos sino también el mundo por medio del radio, proclaman el mismo mensaje que nosotros proclamamos y hacen la misma obra que nosotros hacemos: La obra gloriosa de traer las almas a Cristo. Siendo continuadores de la obra de nuestro Salvador, predicando su Evangelio, Cristo nos invita a tener la misma visión que él tuvo en esta obra del ministerio cuando -en su oración intercesora, en Getsemaní clamaba: «Padre, aquellos que me has dado quiero que donde yo estoy, ellos estén también conmigo; para que vean mí gloria». Mientras más cerca de Cristo esté nuestro ministerio mejor veremos su gloria.

Hablando de la gloria personal del predicador evangélico el obispo Miller dice: «Hay algo que le rodea y le envuelve, como una atmósfera, un resplandor interior, una vitalidad oculta, una fuerza mística, una radiosa alegría, un santo fervor, una profundidad personal, algo en fin, que existe en el hombre enteramente aparte de sus palabras, que inspira confianza y produce hambre espiritual y hace que los hombres deseen encontrar las fuentes del poder que les ha hecho lo que son. Puede un hombre dar una conferencia de una hora sobre mineralogía sin despertar el interés de sus oyentes, pero si de pronto dice: —»Ved lo que he hallado»— y les muestra algunos hermosos pedazos de oro, inmediatamente desea cada cual saber donde los encontró. Hay un algo divino en un hombre, cuyo corazón Dios ha tocado, que no se puede explicar con palabras humanas».

La gloria del militar es servir a su patria y sacrificarse por ella. Parte de la gloria de un ministro es servir fielmente al Señor y sacrificarse por su obra. «La luz del privilegio está siempre brillando en el camino del deber». La gloria de Pablo era ser siervo y apóstol de Jesucristo, y su ambición dominante era llegar a ser más útil en su ministerio. Ningún hombre que obtenga la graduación más alta en la más famosa universidad del mundo ostentará con más regocijo su título que Pablo el suyo de ser apóstol y siervo de Jesucristo. Lo primero que leemos en sus cartas es su firma y sus títulos. Cuando el título de Reverendo se exhibe por vanidad empequeñece al ministro que lo exhibe, pero cuando se presenta para indicar lo que somos y lo que hacemos, recomienda más al que lo presenta que el esconderlo al que lo oculta para que los mundanos no lo conozcan como ministro evangélico. La satisfacción más profunda en el alma de Pablo era pensar que Dios le había puesto en el ministerio. Ese debe ser nuestro modo de sentir.

«El sentimiento de admiración personal en la gloria de nuestra vocación, mientras nos mantiene humildes, nos hace grandes en el servicio». «Pero ni Pablo ni Juan llegaron a las Montañas Deleitosas en un sólo esfuerzo; el sendero asciende, el aire se aclara y el horizonte retrocede, hasta que una visión más clara produce por último completa confianza en la interna absorción de todo el ser en el Cristo todo suficiente. Se requiere primeramente que el hombre marche animoso por aquel sendero que guía a las alturas; si no desfallece en la penosa ascensión a su debido tiempo alcanzará la cumbre».

Podemos llegar a pensar que nuestros servicios no son lo suficientemente recompensados en el ministerio. Dice el Dr. Carlos E. Jefferson, pastor del Tabernáculo Broadway en Nueva York: «Cuando se habla del salario del pastor no se debe pensar sólo en la suma de dinero que recibe anualmente. El dinero es solamente uno de los elementos de los estipendios anuales del pastor. A él se le paga en dinero y también en gratitud, en alabanzas, en aplausos y admiración. No solamente se le da plata sino privilegios que para un hombre de educación y cultura valen más que los billetes de banco. Tiene oportunidades para estudiar y para elevarse y cultivarse a sí mismo y desarrollar sus dones y facultades en aquellas cosas que a él agradan. Hasta él llegan compensaciones que valen más que los rubíes y satisfacciones sutiles y dulces que el hombre del mundo no conoce. Mientras que en un sentido el pastor es el hombre peor pagado del mundo, en otro sentido es la persona más generosamente remunerada. El ministro que realmente es llamado de Dios para guiar los hombres en el camino de la vida, tiene una remuneración que no puede ser computada por la aritmética humana, y que él no cambiaría por el salario más elevado de los grandes potentados de la tierra». Es verdad que hay penalidades algunas veces, pero ¿en qué profesión no las habrá?

La conversión de las almas constituye otra gloria del ministerio. Continuar la obra de Jesús buscando y salvando a las almas perdidas, ¡qué privilegio! ¡Qué satisfacción podrá compararse a la del verdadero ministro que con el corazón lleno de gozo contempla individuos verdaderamente convertidos al Señor, salvos para la eternidad, por mediación suya! La salvación de almas, en el cómputo de la eternidad es una obra más grande que la mayor obra humana que pueda hacerse. Ganar una guerra, conquistar la independencia de un pueblo, dar al mundo un gran invento, son grandes obras humanas, pero al fin son obras temporales. La salvación de las almas es obra eterna. «¿Y cómo invocarán a Aquel en Quien no han creído y cómo creerán en Aquel de Quien no han oído y como oirán sin haber quién les predique? ¡Cuan hermosos son sobre los montes los pies de los que anuncian el Evangelio de la Paz, de los que anuncian el Evangelio de los bienes!»

«Uno de los incidentes más dramáticos en la historia de la predicación es aquel momento en que el pueblo de Alejandría, sabiendo que su predicador predilecto volvía de su destierro, salió a su encuentro fuera de las murallas de la ciudad. Millares de gentes, una vasta multitud, como una inundación del Nilo, según un testigo ocular, le esperaba, y allá por el camino polvoriento, cansado de largas caminatas venía un hombre de baja estatura, espalda encorvada, aspecto feo, facciones torcidas y con una escasa barba rubia, casi duende en su apariencia. Era Atanasio, ejemplo para todos los siglos de la superioridad del espíritu sobre la materia, de la personalidad sobre el aspecto físico. Ese hombre feo, gigante más que ningún otro hombre de su época dejó su huella marcando el rumbo de todo el cristianismo por siglos y siglos». «Bernardo de Clairvox, Domingo, San Francisco, Savonarola, Huss, Lutero, Calvino, Knox y otros eminentes predicadores tienen la gloria de haber contribuido notablemente en la civilización y cultura moral del mundo moderno. El gran Juan Wesley fue el padre de una resurrección moral en Inglaterra y de él dice el historiador imparcial Lecky: «La pequeña reunión en la Aldersgate Street Mission, donde Juan Wesley se convirtió, forma una época en la historia inglesa. Wesley fue una de las influencias principales que salvó a Inglaterra de una revolución como la francesa».

Nada puede ocultar la verdadera gloria del ministerio de Jesucristo. Si el pulpito tiene un mensaje auténtico para expresar, de acuerdo a Aquel cuyo pensamiento es la base de toda existencia y cuya voluntad de amor es la explicación del dolor y del misterio de la vida, mientras más cultivada y activa llegue a ser la mente del hombre, más real y necesaria será la obra del pulpito y su falta más notablemente sentida. La decadencia del poder del púlpito se deberá solamente a los predicadores mismos; cuando ellos perdiendo el contacto con los misterios de la Revelación eterna, se dejen caer ellos mismos, al nivel de veletas de la opinión que pasa, o a tal superficialidad de la mente común que lleguen a ser incapaces de tomar un interés profundo en los problemas de la existencia humana.

Nosotros los predicadores evangélicos actuales de estos países latinoamericanos somos el puente que une cuatro siglos de oscuridad e ignorancia espiritual con una eternidad de gloria y de luz eternas. Tal vez muchos no nos damos cuenta de la gran labor que realizamos y de la necesidad que tienen estos países de nuestra obra. Ya lo dijo un gran escritor americano: «La América latina necesita estadistas, profesores, ingenieros, pero la más transcendental de todas sus necesidades es la de profetas modernos del Señor. Sin predicadores eficientes e inspirados de la justicia, toda la gloria y la fuerza de esta brillante tierra de promisión será contada al fin como Nínive y Tiro, entre las naciones —-desechadas porque se olvidaron de Dios. Puesto que los fundamentos eternos de la vida son espirituales, sigúese de aquí que son caudillos espirituales, de sobresaliente habilidad, con clara visión y comisión divinas, los que se necesitan para que nos muestren el camino». La América Latina evangélica tiene sus ojos puestos en nosotros y espera de nosotros grandes cosas. Tenemos a nuestra mano la presencia y el poder de Cristo que podemos poseerlas y usarlas por medio de nuestra fe. No defraudemos sus esperanzas. Tengamos fe en nuestro ministerio. Miremos su gloria imperecedera y prosigamos «firmes y adelante».

El Atalaya Bautista, Septiembre 1930

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